Seres humanos

YO DEJÉ de creer en los Castro de Cuba la primera y última vez que comí con Fidel en el mismo sitio y del mismo modo que comió su antecesor. Lo distinto era otro invitado: el autor de Cien años de soledad. A mí, que casi llegando y volviendo a ellos creo ya en pocas cosas, no me admiran titulares como los que leo en este periódico: Raúl Castro «reina en Latinoamérica». Desde que leí en un cementerio bellísimo de Menorca, en la tumba de su hijo, el adiós de una madre (Tout passe, tout casse, tout lasse et tout se remplace) no creo en la eternidad de nada. En lo cubano dejé de creer hace mucho: ya lo he dicho. Las buenas intenciones, hasta que no se cumplen, no ganan sus batallas. Que Castro II asuma la presidencia de un foro cuyo objetivo primero es «preservar la democracia» me hace esperar la muerte con más tranquilidad. El ser humano es una equivocación afortunadamente transitoria. Lo sé por mí mismo: lo expresé en mi libro Quintaesencia. Ilusionado, sí, pero no iluso. Creyente, sí, pero no gilipollas. Se nace, se vive, se muere. Uno es reemplazado. Quizá incluso alguno -como Raúl Castro- que nunca significó absolutamente nada.